jueves, 16 de octubre de 2014

LOS TUDOR


ENRIQUE VIII. S XVI                                                                                (1509-1547)

Un rey  caballeresco, cortés, cultivado y piadoso; un gran príncipe del Renacimiento, humanista libertino, magnífico, deportista, en ocasiones cruel. Enrique era todo esto, a la inglesa, lo cual significaba que su libertinaje era conyugal, su cultura teológica erudita, su magnificencia de buen tono y su crueldad, legalmente impecable.
Cuando muere su padre al en 1509, heredó el trono a los 18 años. Era bello, atleta, orgulloso de su físico, excelente arquero, campeón en tenis; cuando cabalgaba extenuaba diez caballos en un día de caza. Le gustaban las letras, teniendo conocimiento de la literatura romanesca; componía poemas; les ponía música a sus propios himnos y tocaba divinamente el luth. Erasmo quedó pasmado de su precoz inteligencia, siendo un niño; los nuevos humanistas lo tenían por amigo; hizo de Thomas More un cortesano, a pesar suyo, y le rogó a Erasmo un encuentro en Cambridge. Era un gran devoto; tenía gran respeo por la religión católica y una conciencia medieval.
Enrique se casó con Catalina de Aragón, viuda de su hermano mayor muerto. Al morir Arturo lo casaron con la cuñada consanguínea -con el  fin de no devolver la dote  y para continuar los lazos de amistad entre España e Inglaterra. Fue un matrimonio político, una alianza que le daba honor y una garantía. Cuando el Consejo le pidió a su rey que se casara con ella, éste no vaciló ni un instante. Pero existía una prohibición levítica que prohibía la unión entre cuñados y se necesitaba una bula papal. Catalina no había consumado su primer matrimonio y el día de su boda llevaba sus cabellos sueltos, en prueba de su virginidad. Estos hechos tuvieron su importancia más tarde, cuando el rey la repudió.
Al principio de su reinado, Enrique VIII dejó toda la autoridad  al Cardenal Wolsey.
 A mitad del siglo, cuando aparecieron las proposiciones de Lutero, el Rey escribió una refutación que le valió el título de defensor de la fe, por el mismo Papa.
Francisco I, en Francia y Carlos V, en España, se disputaban la alianza con el Rey de Inglaterra.
Sería una injusticia hacia el rey explicar su divorcio y su ruptura con
Roma por los bellos ojos de Ana Bolena. Para evitar al país una nueva guerra civil, era indispensable que el matrimonio real tuviera un hijo. En veinte años y luego de varios abortos naturales, llegó una hija, María Tudor, nacida en 1516, pero ya Catalina no estaba en  edad  que le permitiera esperar otro hijo. ¿Era posible considerar a María como heredera? Las mujeres podían heredar el trono y el mismo rey lo había heredado de su propia madre, pero la sola reina reinante fue Matilda, un ejemplo poco edificante. El interés de la dinastía y del país exigía un hijo varón. Enrique VIII lo deseaba ardientemente y comenzó a preguntarse si su unión con su ex cuñada consanguínea no estaría maldita. Muy supersticioso, comenzó a dudar, aunque no se decidía a divorciarse, pues Catalina era tía del Emperador de España. Cuando el Emperador tomó por esposa a la Infanta Isabel de Portugal, el Rey perdió las esperanzas de casar a su hija con éste y se sintió libre y a la vez enamorado de Ana Bolena. El Rey deseaba tener un hijo legítimo y buscaba el modo de desembarazarse de su mujer. El divorcio civil no existía y además era inútil para un rey piadoso; era necesario pedir a Roma la anulación: ella había sido la mujer de su hermano: ¿habría sido la  boda consumida? Carlos V no permitiría el sacrificio de su tía y de su prima María. Catalina apeló también al Papa y obtuvo permiso para que el caso fuera discutido en su propia Corte.
Cromwell, -que no tenía ni escrúpulos ni religión- en su encuentro con el rey, le aconsejó seguir el ejemplo de los príncipes alemanes, que habían roto con Roma. Inglaterra no debía tener dos amos -el rey y el Pontífice-, que no aceptaban  repudiar a Catalina ni  tampoco el casamiento de los sacerdotes: había que renegar de la fe católica. Thomas More y el Arzobispo rehusaron esta orden y ambos fueron decapitados; la comedia del divorcio se tornó en una monstruosa tragedia. Los monjes fueron ahorcados y destripados. Roma  excomulgó al rey; el Pontífice pidió ayuda a Francisco I  y a Carlos V, pero ambos rehusaron ayudarlo, porque no deseaban enojarse con el Rey de Inglaterra.
Enrique se convirtió en defensor de la fe y en jefe de la iglesia católica, en su país, hecho contradictorio. Se necesitó un sismo para romper el casamiento del Rey y un hacha fue suficiente para cortar la cabeza de su segunda mujer, Ana. Ella había cometido dos faltas: en vez de un heredero tuvo una hija y luego un hijo muerto, antes de nacer. Si engañó al Rey fue porque no creyó que el Rey fuera capaz de darle un hijo sano y para no desilusionarlo. Por estos crímenes le cortaron la cabeza. Algunos días más tarde, Enrique VIII, vestido de blanco, se casaba con Jane Seymour. Cromwell había anulado sus anteriores casamientos y María e Isabel se convirtieron en bastardas. Jane le dio el hijo tan esperado, que le costó la vida a los pocos días, por consecuencia del parto.
Cromwell, siempre ansioso de aproximar al rey a los luteranos, sugirió a Ana Cleve como nueva reina, pero ésta no complació a su soberano y pagó con su vida esta triste experiencia. La quinta mujer fue Catarina Howard, acusada más tarde de adulterio, por lo cual  fue también decapitada y la sexta, Catarina Par, sobrevivió al rey.
Enrique VIII fue finalmente asesinado por los jueces protestantes, los católicos y la condesa de Salisbury. El nuevo Arzobispo de Cramer permaneció a su lado, se arrodilló cerca del lecho de muerte -en el último instante- y el rey le apretó la mano y entregó su alma.
Es difícil, cuando se estudia el reino de este renacentista, defenderse de un sentimiento de horror. En vano se aprende que reorganizó la flora, construyó arsenales, fundó una escuela de pilotos, anexó el país de Gales, tranquilizó a Irlanda; ningún éxito pudo justificar los prisioneros en la Torre de Londres ni los verdugos cortando cabezas: tanta crueldad no era necesaria.
La separación de un estado insular y una Inglaterra universal era inevitable. Desde el S XVI hubo una ausencia de movimiento clerical en las islas. La Iglesia luchó, aunque ningún partido político osara llamarse hostil al cristianismo.
EDUARDO VI
Era hijo del rey y de su tercera mujer, Jane Seymour, quien murió a los pocos días del parto. Era un niñito serio y precoz, que leía diariamente la Biblia. Reinó desde los nueve a los catorce años. María Tudor, hija de Catalina de Aragón, media hermana de Eduardo, tenía treinta y dos años y comenzaba a envejecer. Su rostro redondo era de una palidez  enfermiza.  Estaba más orgullosa de descender de los reyes españoles que  de ser hija del Rey de Inglaterra; era una ferviente católica, rodeada de sacerdotes y se pasaba horas en la capilla.

Elizabeth, hija de Ana Bolena, era amante de la cultura clásica, tradicional  en los Tudor. Escribía en latín tan bien como en inglés; hablaba italiano, francés y leía el griego. Siendo su medio hermano protestante como ella, se entendían perfectamente, formando ambos un muro contra María, acérrima católica.
Eduardo VI intentó prohibirle a María escuchar misa, pero ésta se rebeló y le recordó que era prima de Carlos V y éste no insistió.
Eduardo Seymour, su tío, actuaba como regente y fue el responsable de los desórdenes agrarios. Fue decapitado en la Torre de Londres. Las persecuciones contra los católicos continuaban.
Pero el joven rey enfermó a los catorce años y ya su muerte estaba próxima. Hubo un movimiento para destronar a María, pero ésta, ardiente y decidida, era luchadora. Española  al fin, tenía el coraje de un soldado y una devoción fanática por el catolicismo. El extraordinario prestigio de su padre la protegía y los católicos la acogieron, cuando ella prometió ser imparcial, pero desde el primer Parlamento reestableció la misa en latín y expulsó a todos los sacerdotes casados. Su hermana Elizabeth, la suprema esperanza de los protestantes, se aproximó llorando a la Reina, para que la iniciara en la verdadera religión, conversión que satisfizo a María Tudor. Fue una táctil maniobra para conservar su cabeza y su futuro trono.
El Parlamento, temiendo el influjo de un rey extranjero,  pidió a la Reina que se casara con un inglés. Respondió con violencia que no se casaría. Pero pronto, el embajador de España vino con un proyecto de Carlos V, quien le ofrecía la mano de su hijo, el futuro Felipe II. María le respondió que estaba dispuesta a obedecerlo y una medianoche, en su oratorio, juró desposarse con Felipe.
Los ministros se inquietaron. ¿Qué sucedería con Inglaterra, frente a la ortodoxa y todopoderosa España? Sin embargo Felipe II debería respetar las leyes inglesas; si María muriera, no tendría derecho a la corona; si naciera un hijo, heredaría el trono de Inglaterra,  Borgoña y los Países Bajos. Finalmente Felipe se comprometía a no llevar a Inglaterra a una guerra contra Francia. El pueblo, muy hostil a los extranjeros y en particular a los españoles, estaba muy descontento. Felipe II hizo lo imposible por caerles bien y lo logró; al menos pensaron que no venía a robarles; sobre un solo aspecto Felipe fue intratable: la reconciliación con Roma. Al poco tiempo, María Tudor creyó estar embarazada, aunque fue un embarazo nervioso y una dolorosa decepción. Su estado mental se volvió inquietante. Felipe había regresado a España, o bien porque el Parlamento inglés no lo dejaba participar del poder, o bien irritado por esa falsa alarma.
La Reina. que comenzó reinando llena de coraje,  -desde que estaba enamorada- se mostraba  débil vulnerable. La crueldad de sus persecuciones contra los protestantes rayaba en la locura. Fue apodada la “reina sanguinaria". En 1555 Carlos V abdicó a favor de su hijo Felipe II y el 20 de enero del mismo año, la ley contra la herejía fue establecida; el 3 de febrero, el primer pastor fue quemado y trescientos mártires perecieron bajo las llamas. El suplicio fue atroz. EL odio de María Tudor contra los protestantes aumentaba. Felipe, que le había prometido no enfrentar Inglaterra contra Francia, pero no cumplió su promesa y le costó a Inglaterra la pérdida de Calais, en Francia. Era la última y la única posesión que tenía hacía más de doscientos años. El Pontífice había tomado partido contra ella y España. Una vez más se creyó embarazada, aunque fue falso, sólo era un estado de hidropesía. A mitad del siglo -1558- murió. Estaba totalmente sola; su marido no la visitó más que en dos ocasiones muy breves y toda la Corte se agrupaba en torno a Elizabeth.
ELIZABETH Y EL COMPROMISO ANGLICANO
La subida al trono fue acogida por el pueblo entero. Era un alivio amar esta
reina de 25 años, lejos de los españoles extranjeros. Desde la Conquista, nadie tenía una sangre tan puramente inglesa. Por su padre descendía de los reyes tradicionales y por su madre,  de un gentilhombre inglés. Durante todo su reinado fue un coqueteo con su pueblo. Se escribió que la monarquía de los Tudor era tan absoluta como la de Luis XIV o el Imperio de los Césares. Era fuerte, porque era amada. Cuando se vio amenazada por una invasión española, llamó a su Lord Alcalde de Londres, no al jefe del ejército, y le pidió 15 vasallos y 5.000 hombres. El respondió que la ciudad estaría orgullosa de ofrecerle  30 vasallos y 10.000 hombres. El reino íntegro le era leal. Las ocasionales revueltas fueron dominadas y tenidas por crímenes. En un tiempo que casi todos los reinos eran desgarrados por peleas religiosas o dominados por el terror, la reina mostraba su orgullo por la fidelidad de sus súbditos. Cuando salía de paseo, una multitud gritaba: “que Dios guarde a su Majestad” a lo cual ella respondía:”que Dios guarde a mi pueblo”.
En Londres o en sus viajes anuales, alerta, espiritual, erudita, seductora, excelente bailarina, culta y música –tocaba el arpa- elogiando a un alcalde por su latín o a las matronas por sus cocinas; su réplica era aguda. Entre los placeres o los fracasos, su alma se movía con una vivacidad y una presencia de espíritu, que hacían de ella un espectáculo fascinante. Llevaba una economía digna de su padre. La avaricia -que es un vicio en los príncipes- es una virtud en los reyes. Al pueblo le exigía poca plata. Su entrada anual era de 500.000 libras. Por no ser demasiado rica y mujer sin ninguna crueldad, no amaba la guerra. A veces peleó con éxito, aunque jamás lo buscó. Para evadirla, estaba lista a mentir, a jurar a las embajadas, que ignoraba la situación, -excepto al embajador español, que la consideraba digna hija del diablo-.
La Reina era una gran mujer, en un universo violento, maníaco, entre dos fuerzas adversas de gran intensidad – Francia y España- y dos religiones rivales, entre Roma y Calvino. Durante años pareció inevitable que sería destrozada por una u otra nación o por sus amenazas; a todo ello, ella oponía su astucia o el arte de la falsedad. Tanto en una expedición como en una conquista, prefería -si había que derramar sangre- dejar la responsabilidad a los demás y, en las duda, abstenerse. Solamente en un tema se resistió obstinadamente a su pueblo: en casarse. Era importante asegurar la sucesión; mientras no hubiera un heredero, la vida y la religión del país estaba en peligro. Era suficiente asesinarla y poner en su lugar a su prima, la Reina María Estuardo de Escocia, bisnieta de Enrique VII y católica, viuda  del rey de Francia, muerto en plena juventud.
Elizabeth hizo languidecer a Felipe II, al príncipe de Suecia, al Archiduque de Austria, al duque d´Alençon, sin contar los partidos de su propio país; Leicester, Essex, Sir Walter Rayleigh, más cortesanos que soldados, y también a poetas, a quienes les permitía cierto coqueteo. En su juventud, los más informados dicen que nunca tuvo un amante y que sentía una aversión física hacia el matrimonio y, la certeza de no poder ser madre, la llevaba a esa irrevocable decisión. Una boda sin herederos la hubiera puesto inútilmente en poder de un marido y habría perdido su prestigio de ser la virgen pública.
Si algún bello adolescente lograba emocionarla, su espíritu quedaba separado de sus sentidos. Sus consejeros eran elegidos por su inteligencia; pedía cualidades administrativas y sentimientos nuevos: patriotismo y sentido de la razón de Estado.
Su principal consejero, Cecil, era hijo de un yerman, enriquecido por bienes monacales de una familia entremezclada con el gobierno. Cecil era criticado por ocuparse del Estado y de su familia. Cuando se trataba del Estado hacía pruebas de coraje; se resistía a la Reina y en cierta medida le imponía su punto de vista. Al principio Cecil tuvo desconfianza de una mujer en el gobierno; sin embargo terminó por formar un equipo maravillosamente unido. La Reina era protestante. Algunos la creían escéptica; otros, pagana. Educada protestante, para salvar su vida, jugó la comedia de la conversión, cuando su media hermana María fue reina. Era  una filósofa religiosa, a la manera de Erasmo. Rogó a Dios de gobernar sin derramar sangre e hizo lo imposible por cumplirlo. Se sentía orgullosa de la fidelidad de sus súbditos católicos. En religión como en política buscaba el medio punto.  A mitad del siglo, por segunda vez el Parlamento votó por abolir el poder papal y adoptar los 39 artículos, que serían el credo anglicano. El protestantismo moderado correspondía a los votos de la nación. Los pastores querían conservar la ceremonia católica, suprimiendo el latín y rehusándose a obedecer a Roma. Elizabeth no quería ni Inquisición ni tortura, salvo una aparente sumisión. Los ministros más sectarios  fueron a la prisión, pero durante los diez primeros años de su reinado no hubo condenas a muerte.
Tres hechos permitieron a Cecil mostrarse más severo y forzar la mano de la Reina: a) la batalla de Saint Barthelemy, en Francia; b) la bula de excomuniones lanzada contra la reina inoportunamente por el papa Pío V y c) la creación extranjera de seminarios destinados a preparar la reconquista en Inglaterra, gracias al catolicismo.
Los sacerdotes católicos fueron ejecutados por alta traición; muchos eran inocentes o santos. Aunque la Reina se inclinaba hacia la clemencia, el número de víctimas del fanatismo fue tan numeroso finalmente como en la época de su hermana María Tudor. Se ejecutaron 147 sacerdotes, 47 gentilhombres, una gran cantidad de paisanos e incluso mujeres. Ese puritanismo fanático inquietó a la Reina, a los obispos y a los fieles más razonables, pero el puritanismo moderado ganaba adhesiones. En vano el Parlamento a fines del siglo XVI propuso medidas rigurosas. La ley no fue votada. Los denominados hombres de Dios, verdaderos profetas no pudieron contra la Reina por su prestigio, pero su piadosa demagogia se convertiría en un peligro mayor para sus sucesores.

ELIZABETH Y MARÍA ESTUARDO
Desde la derrota de Eduardo I, Escocia había quedado independiente de los reyes ingleses. Brutal, indisciplinada, la nobleza escocesa quedó feudal. La dinastía se apoyaba sobre la iglesia católica y sobre la alianza con Francia.
Los Stuart era tan cultivados como los Tudor: curiosos en teología, en poesía, en arquitectura y en farmacia no ocultaba a sus primos ingleses esta faz brillante. A Jacobo IV Stuart, Enrique VII le había dado a su hija Margarita, quien tuvo a Jacobo V, que se casó con Francisca María de Guise, quien tuvo a María Estuardo, casada desde muy niña con el delfín de Francia, Francisco II, quien murió siendo un adolescente, al poco tiempo de reinar. María prefirió regresar Escocia, luego de perder a su marido. (Francisco había sido tuberculoso toda su vida).
Durante un tiempo fue Reina de Francia y de Escocia al mismo tiempo. Por sangre era Tudor, la heredera más próxima a Elizabeth. Podemos imaginar la importancia de todos sus actos y de sus sentimientos, que tenía esta mujer joven soberana de dos reinos y un tercero en vista. El de Francia lo perdió con su viudez; el de Inglaterra, puesto que Elizabeth era considerada bastarda y protestante, María tenía a favor ser heredera legítima y católica.
Entre María y Elizabeth la relación era compleja. Había celos de mujeres. La Reina no admitía que María se llamara Reina de Escocia y de Inglaterra, aunque no hiciera valer sus derechos. Esta sola pretensión hubiera minado peligrosamente la lealtad de los católicos, que vivían en el Norte de la frontera. Si María se casaba con un católico español podía convertirse en una nueva María Tudor. Si se casaba con un protestante, su hijo sería el heredero directo de Elizabeth. María se casó con Darnley, pero escogió mal; no tuvo en cuenta al bello hombre enviado por su prima. Darnley era Tudor, tenía un esbelto cuerpo pero un alma era baja, tenía un corazón cobarde y ataques de furor de los cuales ella pronto se cansó. Entonces se enamoró de un músico italiano, a quien su marido mató mientras comían juntos. Tuvo un hijo, el futuro Jacobo VI de Escocia y Jacobo I de Inglaterra. Algunos insinuaban que era hijo ilegítimo del italiano. Odiaba a su marido y amaba locamente a un Conde que la conquistó y que toda Escocia despreciaba. Este hombre preparó la muerte de Darnley, el rey consorte .María lo alojó enfermo en una casa de campo, lo visitó durante la tarde y a la noche explotó la casa; su marido fue encontrado en el jardín. Nadie dudaba de la culpabilidad del Conde. Tres meses más tarde, María se casó con el asesino sospechoso de la muerte de su segundo marido. El Papa, Francia y España la abandonaron. Los escoceses tuvieron una revuelta; el conde escapó y María fue hecha prisionera y llevada a la capital, mientras el pueblo gritaba que la quemaran. Fue depuesta a favor de su hijo.

Después de diez meses de cárcel se fugó a caballo -tenía 25 años- y llegó a Inglaterra, pidiendo la protección de la su prima. ¿Podía la Reina soportar una presencia tan peligrosa? María pidió una investigación sobre los actos rebeldes de sus súbditos. Elizabeth aceptó, aunque amplió la investigación sobre el asesinato de Darnley, el segundo marido asesinado de María, para lavarla de toda sospecha, según le escribió. Llegaron las pruebas: María las negó y Elizabeth la mantuvo prisionera en un castillo. En realidad no se la puede acusar, porque María era capaz de cualquier conspiración. Logró, incluso en prisión que el Norte se sublevara, que muriera por ella el duque de Norfolk; mantuvo correspondencia con el duque d’ Alençon, en Francia, y con Juan de Austria, en España. Conspiraba con la Reina inglesa y con el Papa por intermedio de los banqueros florentinos. Elizabeth tenía veinte sólidas razones para ejecutarla. No quiso. Se negaba. Durante veinte años la mantuvo prisionera; durante ese tiempo la bella amazona de cutis pálido era ya una mujer madura y enferma, de cabellos grises que seguía bordando y complotando. Elizabeth también envejecía. Ya no había posibilidad alguna de tener un hijo y la cuestión era grave. Luego de un cautiverio tan largo, el Papa olvidó que había sido adúltera y cómplice de la muerte de su segundo marido; el Pontífice ponía una vez más la esperanza en ella.
Su hijo no olvidaba que la muerte de su madre le aseguraba el trono de Inglaterra. Elizabeth dudaba todavía. Por fin, firmó la orden de la ejecución.
El verdugo necesitó tres golpes de hacha a fin de decapitarla. Las tragedias de su juventud fueron olvidadas y para los ojos de los católicos se convirtió en una santa.
La Reina vivió hasta los setenta años y durante cuarenta y cinco años fue Reina; casi hasta el último día brilló, bailó, flirteó, pero sabía su fin próximo.
En enero de 1603 se sintió mal, no quiso ver a su médico, nombró como sucesor al hijo de María Estuardo y poco después murió.
INGLATERRA Y EL TIEMPO DE ELIZABETH
 Porque la reina amaba el lujo e Inglaterra se enriquecía, la moda fue exigente y caprichosa; por toda la campiña creaban mansiones nuevas donde la arquitectura italiana se mezclaba al gótico tradicional.

Se leía sobre todo a Marlowe y los sonetos de Shakespeare, pero fue bajo el reino de Elizabeth que el teatro de inglés tuvo un lugar en la vida de Londres.
Desde Enrique VIII, su padre, hubo grupos de comediantes, aunque no teatros permanentes. Bajo el reinado de Isabel, se construyeron varios teatros siendo el más célebre el Globo, donde Shakespeare poseía un décimo. Los constructores de los primeros teatros intentaron reproducir el patio de la posada con sus galerías exteriores a lo largo de las alcobas. Esta galería era cómoda para representar tanto en los balcones de los cuartos o en la cima de la torre. Los espectadores pagaban un penique para entrar y desde seis peniques a un shilling para obtener un sitio mejor o bien en la escena misma o bien en la galería que estaba dividida como hoy lo están los palcos. Las trompetas anunciaban las representaciones. El público compuesto por aprendices, estudiantes de abogacía, soldados o gentilhombres inteligentes responsables. Amaban el melodrama bien sanguinario, aunque también podían comprender las piezas más poéticas de Marlowe y de Shakespeare.
¿Cómo nombrarlo al último en pocas líneas? Fue superior a todos los demás dramáticos de su época; ninguno atravesó la gama de tonos, géneros y sujetos tan vastos; ninguno supo mezclar tan felizmente la poesía con la construcción más sólida; ninguno expresó mejor la naturaleza, las pasiones de los hombres, sus pensamientos más profundos en una lengua tan certera y firme. Su superioridad fue reconocida en su tiempo hasta la actualidad. Este autor-actor excitaba los celos de los demás, pero el público amaba sus piezas. La reina se divertía mucho y reía a carcajadas: amaba el teatro. Shakespeare fue excelente en su género, uno de los más ardientes en pintar la tristeza de las perplejidades del amor. Si las musas pudieran hablar inglés dijo un autor- lo haría en el bello lenguaje de este autor. Sabía describir tan bien las pasiones de la ambición y los tormentos del poder. La sabiduría de una pueblo está hecha de verdades comunes a las cuales los grandes escritores le dieron formas singulares. La sabiduría del pueblo inglés, instintivamente poética y a veces inconstante le debe a este autor las más grandes tragedias de la literatura, si exceptuamos las griegas.
Inglaterra en esa época era bulliciosa, llena de canciones y poemas, pero la vida era dura para las masas tanto o más que hoy. Los comerciantes tenían cada vez más poder y las persecuciones religiosas eran discutibles para los liberales independientes.
Los propietarios practicaban la hospitalidad y la cortesía. Sus mansiones se abastecían a sí mismas. Una mujer hacía desde los dulces hasta las velas. Las fiestas en el campo eran simpáticas, con su vieja tradición pagana como la del mes de mayo, adornada de flores y ramitas verdes que anunciaban el renacimiento de la primavera o las pascuas primitivas.
Se representaban comedias como el “Sueño de una noche de verano” del gran autor varias veces ya nombrado y los extranjeros se daban cuenta que el pueblo inglés era el más musical del mundo. En todas las casas había una luth una viola y libros de música. Todos los visitantes y muchos servidores era capables de descifrar una canción y de ocupar un sitio en un coro de tres o cuatro voces. Ese gusto por la poesía y por la música suponía una educación de avanzada.
Después de la fundación de Winchester y de Eton se construyeron nuevas escuelas públicas. Al principio eran gratuitas, siendo el fundador quien pagaba los salarios de los maestros y los alimentos para los niños. Sólo pagaban una pensión los extranjeros y los hijos de ricos burgueses o de grandes señores. Paulatinamente estos ocuparon la mayoría y para ellos se conservaban estas escuelas, teniendo cuarenta alumnos becados-
La educación elemental se daba en pequeños colegios a menudo por damas que enseñaban el alfabeto. Luego el niño pasaba al Colegio de Gramática que pertenecía a eruditos de gran cultura; estaban ubicados fuera de la ciudad. Uno podía llegar a ser licenciado en letras- (un Master en Arte)- pero también podía leer latín para su propio placer. Los historiadores literarios se asombraban de los conocimientos de Shakespeare, un actor de condición modesta. Eran los conocimientos del público en particular de Londres. A menudo encontramos libros de ese tiempo con los márgenes cubiertos de notas en latín, destacables por su solidez y el vigor de su pensamiento, reconociendo que si los métodos científicos son hoy más eficaces, en tiempos de Elizabeth, la inteligencia y el gusto eran superiores que hoy en día, si tomamos por ejemplos, seres de la misma condición.
ELIZABETH Y EL MAR
Cuando descubrieron la ruta que llegaba a América para alcanzar las especies, los perfumes y las joyas de Oriente, pocas naciones estaban en estado de participar de esas conquistas: Italia debía defender el Mediterráneo contra los turcos; Francia estaba destruida por las guerras religiosas; Inglaterra tenía necesidad de sus barcos para defender sus costas y Portugal se disputaba junto a España los nuevos continentes. Estas dos potencias católicas aceptaban como arbitrio al papa Alejandro VI. ¿Cuál podía ser entre tierras desconocidas la justa frontera? El Papa trazó simplemente una línea sobre el mapa del mundo de polo a polo. Todas las tierras descubiertas al Oeste serían españolas y las descubiertas al Este, serían portuguesas. Por lo cual Portugal se guardaba África y la India y España toda América del Sur, excepto Brasil. Los imperios aztecas y peruanos habían acumulado tesoros de una riqueza fabulosa para España.
María Tudor, reina inglesa y mujer de Felipe II tuvo que respetar las posesiones de su marido quien, por las provincias italianas era el amo del Mediterráneo y, por las provincias flamencas, del comercio; poseía en las colonias americanas minas de oro, plata que era las más ricas del mundo. Su poderío financiero parecía invencible y los comerciantes ingleses sólo podían husmear a distancia este prodigioso festín del rey español, que no les dejaba ninguna esperanza: puesto que España había descubierto un pasaje Norte-Oeste, tal vez existía uno Sur-Este. Durante mucho tiempo los navegantes de este país lo buscaron afanosamente, pero solamente descubrieron el camino de Moscú y fueron detenidos por el Polo.
La piratería inglesa era célebre desde el S XV. En el S XVI tenía proporciones patrióticas. Entre el comercio y la piratería, el límite estaba mal definido. Ciertas formas de piratería eran legales; los marinos ingleses, propietarios de un barco armado con cañones abordaban navíos portugueses que regresaban de la India. Otros organizaban el pillaje de los barcos que venía de las colonias españolas y se encontraban con los corsarios franceses, que en estas empresas tenía una gran experiencia.
España, sin duda, hubiera conservado el dominio del mar, si un inglés llamado Francis Drake no los hubiera desafiado. Elizabeth I llegó a la conclusión que las posesiones españolas debían ser respetadas y quien violara los tratados lo hacían a tu riesgo y peligro.
Drake era un marino temerario, adorado por su equipaje e ídolo inglés. Con sus barcos y cincuenta hombres capturó un tesoro lleno de oro. La reina estaba encantada y Drake, muy satisfecho. Salió por segunda vez con la idea de dar la vuelta al mundo por el Estrecho de Magallanes hasta las Indias. La pequeña flota con los cañones y los centenares de hombres que llevaban a fin de atacar las islas y los puertos donde España tenía una fortaleza. Su llegada sorprendió a los gobernadores españoles. Los ingleses exigían su parte o les quemaban las ciudades. Pero el marino deseaba encontrar la flota que anualmente traía cargas de oro y plata. Entre Lima y Paraná un indio
En España estaban furiosos; el embajador protestó y la reina dijo no conocer el negocio. La guerra era inevitable entre ambos países. La Inquisición juzgó heréticos a los marinos ingleses que habían tomado prisioneros. Pero Drake continuó con sus piraterías, afirmando el derecho de los marinos ingleses y la libertad de los mares. Entonces Felipe II dio la orden de construir una gran armada en Cádiz para atacar la isla. Drake logró penetrar en ese puerto fortificado y destruir con sus cañones las más bellas galeras de combate. Felipe rehizo la armada que estuvo lista en 1588. El plan español era grandioso e ingenuo; pensaban desembarcar 30.000 hombres en la isla. El almirante español era un gran señor, un duque y un soldado que desconocía todo del mar. Howard dirigía a los ingleses y tenía bajo sus órdenes a Drake Tenía treinta y cuatro barcos de guerra, fuertemente armados, siendo más bajos y alargados y ciento cincuenta, barcos prestados por los puestos a la reina. La Gran Armada llegó a Plymouth. El duque y almirante español pensaba transformar el combate naval en un combate de infantería; estaban listos para el abordaje, cuando vieron la flota inglesa formarse de un modo inesperado, en fila india a una distancia donde no podían ser alcanzados. Allí comenzó la tragedia española. Los ingleses abrieron el fuego, mientras los navíos españoles no podían responder Eran tan altos que la artillería pasaba por encima de los pequeños barcos veloces que los atacaban. Se acercaron a los Países Bajos, sin pérdidas graves; a los ingleses les faltaban municiones. Una invasión a Inglaterra por los españoles, todavía era posible. Pero cuando vieron la flota francesa en Calais, los atacaron con sus cañones. Para huir de este peligro, cortaron los cables y partieron hacia el mar del Norte. Los cañones enemigos hacían estragos en la Armada. Una tempestad se entremetió y el duque eligió Irlanda para el desembarque, esperando llegar al Norte de Escocia, pero no eran marinos y no comprendieron que era imposible lograr ese periplo; no tenían agua potable. El desorden se volvió un desastre. Dispersados por el viento y la tormenta, la flota, que ocho días antes era la espléndida e invencible Armada, estaba a merced de las olas y de las rocas. De quinientos cincuenta vasallos, cincuenta regresaron a España y sobre 30.000 soldados, 10.000 habían perecido en los naufragios, sin contar los muertos por enfermedades o por los cañones; España había perdido  el dominio de los mares.

Bibliografía. André Maurois, HISTORIA INGLESA   Tomo I.




         

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